Un rosal de exuberantes rosas amarillas, una mesa, un aparador, tres sillas... Sollozos de mamá que, resignadamente, repite: ¡Si se lo han llevado todo! ¡Si no tenemos nada! Y papá que, abrazándola, balbucea: Pero estamos vivos, Blanca, y a salvo nuestros hijos: estamos, al fin, en nuestra casa.
Y aquella mocosa que era yo, perdida en un laberinto de inocentes interrogantes, con la memoria en las manos de vivencias jadeantes en mi corto pasado: otra casa, un lagar, uvas pisoteadas, un chorrito de mosto que, espeso y dulzón, sale de una gran presa día y noche y aquel hombre grande, de gorra y tosca voz, de ojos saltones y nariz amoratada, repitiendo a voz de grito: Antes de que se acabe la guerra, tenemos que ver la sangre de los malditos fascistas correr por las calles.
Una niña de trenzas que saborea sopas de pan mojadas en un plato con aceite. Y yo, junto a ella, mirándola de reojo, compartiendo el mismo rayo de sol en aquel rincón del postigo y esperando a que se levante, deje el plato y poder recoger, con la punta de mis dedos, las migajas pegadas.
Mamá reza en voz baja: Que se acabe pronto la guerra, que vuelva papá.
Recuerdos de una noche, de una luz roja, de un despertar soliviantado, de unas palabras enfervorizadas de mamá que, a un tiempo, mira la hora negra de las tres de la madrugada, sonríe y llora: ¡Despertaos, hijos, y demos gracias a Dios: la guerra ha terminado!
María, Rafa y yo, arrebujados en la misma cama, desnutridos, expectantes, a dormivela, balbuceando sueños, preguntamos: ¿Cómo lo sabes? ¡Las Ánimas Benditas me han avisado! La guerra ha terminado.
Y un rosal de exuberantes rosas amarillas, una mesa, un aparador, tres sillas... Sollozos de mamá que, resignadamente, repite: ¡Si se lo han llevado todo! ¡Si no tenemos nada! Y papá que, abrazándola, balbucea: Pero estamos vivos, Blanca, y a salvo nuestros hijos: estamos, al fin, en nuestra casa.
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