
Parecían querer salirse de los pasadores, como perros atados a un árbol zafándose de sus correas.
Todavía podía sentir el palpitar de mi corazón latiendo confuso y descordinado con relación a mi respiración.
Estaba magullado, drogado y en busca y captura por aquellos mercenarios infames.
-Click.
Desde mi silla percibí el sonido leve de una campanilla anunciando que el ascensor se ponía de nuevo en marcha. Mi patata se volvía a avivar. Un escalofrío recorrió mi espinazo llegando hasta el talón.
Contemplo fijamente al cuadro de la pared; es un cuadro grande, hermoso, con la figura de un payaso.
Tiene una mirada melancólica como si quisiera decirme algo, lo noto un tanto acongojado.
-Debo estar alucinando...
Tenía que ocultarme en algún sitio que fuera medianamente seguro.
Me levanto torpemente y piso uno de mis cordones con el otro zapato, con el consiguiente traspié y estruendo, a la vez que vuelve a zumbar el maldito sonido de la campana del ascensor.
-¡Crash!.
He destrozado involuntariamente el espejo del armario con mi cabeza de alcornoque y mi torpeza habitual.
Me sangra abundantemente mi mano derecha, la abro y cierro, siento el pulso enérgico.
Retiro desde el suelo de un zarpazo las cortinas y me asomo al balcón.
-Mierda, demasiado alto- rumio para mí.
Sopeso la posibilidad de invadir la terraza de al lado, pero tarde o temprano me encontrarán.
Mi visión se vuelve borrosa y siento como mi tensión comienza a bajar.
Lo único que recuerdo cuando me desperté fue un agrio sabor en los labios, ese día comprendí a qué sabe mi propia sangre...
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