Recuerdo que cuando tenía unos trece años emitieron en la segunda cadena un ciclo de películas de Alfred Hitchcock. Haciendo memoria puedo imaginar perfectamente cierta ansiedad durante la semana por que llegara el día —creo recordar que martes— en que una sintonía —que ahora mismo estoy tatareando— nos anunciara que llegaba "don Alfredo" J. Hitchcock. Eran los últimos meses del monopolio de TVE. Pero de momento lo dejaré aquí, sobre este episodio algo lejano os hablaré más adelante.
Hace poco más de un año, para engañar a mi "acostumbrada necesidad" de leer textos originales y novedosos —dada mi condición de editor y de integrante de una comisión de lectura— comencé a "releer" algunos libros que no había entendido cuando habían caído en mi cajón de lecturas de niño o de adolescente.
Elegí para mi primera "relectura" —fuera de la editorial— un libro que no había sabido entender cuando lo había leido con unos trece años: "Cien años de soledad". Curiosamente en esa segunda lectura caí en las garras de García Márquez, e incluso intenté esbozar algunos escritos mezclando el realismo mágico del colombiano con la fantasía —en mi caso inspirada en Roald Dahl—, como hiciera con éxito Isabel Allende.
Animado por el feliz encuentro con García Márquez continué "releyendo" "La conjura de los necios" de J. K. Toole —fascinándome del mismo modo—, e incluso "releí" con satisfacción clásicos básicos como "La lozana andaluza", "El Lazarillo de Tormes" o "Los viajes de Gulliver". Me mantuve fiel a mi promesa de no volver a leer "El Quijote", ya que bastante me costó "tragarme por obligación" las dos partes en mis fatídicos años de instituto.
Había tenido una sensación semejante con algunas películas recientes como "Magnolia", "Eyes wide shut" o "Master & Comander", tras la que recuerdo que al salir del cine prometí no volver a verla jamás, pero cuando decidí visionarla de nuevo —incumpliendo, esta vez sí, mi promesa— me encantó, y escudé mi ignorancia en eso tan manido de "es de sabios rectificar".
Pero volviendo a Hitchcock, cuando por "exigencias del guión" —o lo que en la Facultad llaman Narrativa Audiovisual— he tenido que volver a "enfrentarme" al filme "Con la muerte en los talones", he dudado cuál sería mi sensación con una película que me había encantado en aquel ciclo de televisión de 1990, una película protagonizada por Cary Grant, al que considero el mejor de los actores clásicos —digamos eterno, en vez de clásico—. En verdad, frente a los créditos iniciales de la película pensé que se produciría el efecto inverso, ¡me va a espantar!
Pero el resultado —de nuevo— ha sido visual y emocionalmente demoledor, dada la satisfacción que me ha producido disfrutar de los detalles que de niño no había podido ver: la ironía de Grant, las espectaculares escenas rodadas hace décadas sin ayudas digitales y que aún hoy en día parecen reales; e incluso los detalles que hoy parecerían irreales y entonces había que hacer que parecieran "digitales".
Y también —otra vez por necesidades del guión—, he tenido que volver a ver "El mago de Oz" y "reenamorarme" de Judy Garland, en esta ocasión sabiendo de antemano que es un amor imposible. Ya que, al igual que me pasara con la Monroe, sentí una enorme desazón cuando —en mis primeros compases adolescentes— me enteré que ya había muerto.
Y he terminado por pensar —tras ver "¿Teléfono rojo? volamos hacia Moscú"— que si rechazamos u olvidamos estos libros y estas películas, llegará un día en que los clásicos seamos nosotros.
Hace poco más de un año, para engañar a mi "acostumbrada necesidad" de leer textos originales y novedosos —dada mi condición de editor y de integrante de una comisión de lectura— comencé a "releer" algunos libros que no había entendido cuando habían caído en mi cajón de lecturas de niño o de adolescente.
Elegí para mi primera "relectura" —fuera de la editorial— un libro que no había sabido entender cuando lo había leido con unos trece años: "Cien años de soledad". Curiosamente en esa segunda lectura caí en las garras de García Márquez, e incluso intenté esbozar algunos escritos mezclando el realismo mágico del colombiano con la fantasía —en mi caso inspirada en Roald Dahl—, como hiciera con éxito Isabel Allende.
Animado por el feliz encuentro con García Márquez continué "releyendo" "La conjura de los necios" de J. K. Toole —fascinándome del mismo modo—, e incluso "releí" con satisfacción clásicos básicos como "La lozana andaluza", "El Lazarillo de Tormes" o "Los viajes de Gulliver". Me mantuve fiel a mi promesa de no volver a leer "El Quijote", ya que bastante me costó "tragarme por obligación" las dos partes en mis fatídicos años de instituto.
Había tenido una sensación semejante con algunas películas recientes como "Magnolia", "Eyes wide shut" o "Master & Comander", tras la que recuerdo que al salir del cine prometí no volver a verla jamás, pero cuando decidí visionarla de nuevo —incumpliendo, esta vez sí, mi promesa— me encantó, y escudé mi ignorancia en eso tan manido de "es de sabios rectificar".
Pero volviendo a Hitchcock, cuando por "exigencias del guión" —o lo que en la Facultad llaman Narrativa Audiovisual— he tenido que volver a "enfrentarme" al filme "Con la muerte en los talones", he dudado cuál sería mi sensación con una película que me había encantado en aquel ciclo de televisión de 1990, una película protagonizada por Cary Grant, al que considero el mejor de los actores clásicos —digamos eterno, en vez de clásico—. En verdad, frente a los créditos iniciales de la película pensé que se produciría el efecto inverso, ¡me va a espantar!
Pero el resultado —de nuevo— ha sido visual y emocionalmente demoledor, dada la satisfacción que me ha producido disfrutar de los detalles que de niño no había podido ver: la ironía de Grant, las espectaculares escenas rodadas hace décadas sin ayudas digitales y que aún hoy en día parecen reales; e incluso los detalles que hoy parecerían irreales y entonces había que hacer que parecieran "digitales".
Y también —otra vez por necesidades del guión—, he tenido que volver a ver "El mago de Oz" y "reenamorarme" de Judy Garland, en esta ocasión sabiendo de antemano que es un amor imposible. Ya que, al igual que me pasara con la Monroe, sentí una enorme desazón cuando —en mis primeros compases adolescentes— me enteré que ya había muerto.
Y he terminado por pensar —tras ver "¿Teléfono rojo? volamos hacia Moscú"— que si rechazamos u olvidamos estos libros y estas películas, llegará un día en que los clásicos seamos nosotros.
4 comentarios:
Los recuerdos siempre son positivos sobre todo cuando en el hecho de recordar hay una intención, como es el caso, de retomar la contundencia básica de aquellos autores que pertenecen a la genética de nuestra cultura .occidental. En esta reflexión de Manuel con un fondo de armario muy bueno e interesante,destacaría especialmente esos elementos mágicos de la literatura y del cine que él menciona por una doble razón: 1ª ) porque con ello me cercioro de cuánto hemos perdido en nuestras sociedades de la cibernética y del consumo donde la telenovelas y los programas del corazón son las alternativas “pseudoculturas” más demandadas y apetecidas;2ª) porque me ratifico que con esos elementos de la magia literaria a lo García Marquez o con la simbólica visual tipo Hitchcock uno tiene esos anticuerpos culturales que le hacen cada vez más críticos salvándonos de la mediocridad ambiente. En este mundo de enanos mentales con ínfulas de gigantes es bueno tener estos recursos básicos.
Son curiosas las coincidencias. No por necesidades del guión, como Manuel, sino por impulsos vitales y ocasionales, tengo sobre mi mesa el primer libro que me regaló mi abuela en mi santo, a primeros de los sesenta: una edición preciosa de Platero y Yo.
Lo estoy leyendo con nostalgias nuevas y saberes viejos. Y desde sus hojas, me evoco en todas las páginas de mis clásicos favoritos.
Apagar el ordenador y disfrutar del tacto de la lectura, es una suerte aprendida a la que no puedo ni quiero renunciar.
Faustina: Ya que has puesto sobre esta mesa digital el libro "clásico" del burrito blando, peludo, suave..., te sugiro que vayas, por ejemplo, al capítulo "El racimo olvidado", y cuano leas sobre esa niña "blanca, tierna y rosa" que llevaba Platero en el serón, piensa que no es ficción: esa niña, Blanca, era mi madre. Un beso, Faustina.
Me parece genial y casi un sueño deseado tratar con las personas que tienen que ver con esos escritores de mi vida, es el caso de Juan Ramón Jimenez. Hace poco fuí a Moguer y disfrute como nadie en esa casa museo donde todavía vive la sombra de Platero. No sabía Fernando de tu parentesco con el maestro o creo que Manuel me dijo algo...no me acuerdo. De todas formas gracias por traer tus letras a esto lares. Un abrazo....Tino
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