Esta mañana, mientras contemplaba a mi padre en la cama del hospital, descubrí el ritual del sol en el intento de atravesar, con su luz, las gruesas cortinas de la habitación. Este ritual tiene esa belleza de las cosas sencillas, a veces, inadvertidas. Nadie repara en ello porque la luz termina por nimbar el absurdo de nuestros cuerpos hasta disolver los defectos más agudos. Mientras más luz más ciegos nos volvemos.
En este momento, el universo se desvela rebelándose contra la ingratitud de la oscuridad y de esa pesadez de la noche. Ahora, a los ronquidos espasmódicos de mi padre le siguen los ruidos del parloteo indómito y salvaje de celadores y enfermeras que avanzan por el pasillo buscando sus “pacientes-presas”. Los hijos de la luz han levantado, una vez más, el hacha de guerra contra los pacíficos hijos de la noche.
Sigo mirando por la ventana la maravilla del amanecer que va dejando una estela roja sobre la firme línea de tejados blanquecinos. La escarcha se deshace en mil formas y colores mientras la luz sigue creciendo agarrada a las cosas y su lado más oculto. El tiempo empieza a contar y el dios Chronos hace de las suyas.
Mi padre se ha despertado y mira ajeno a lo que le rodea. El mundo hace tiempo que dejó de tener importancia para él, el parkinson lo está devorando. Después, ha vuelto a dormirse agarrado a las sábanas revueltas, como quien espera un último suspiro.
1 comentario:
Es impresionante, Tino, ese plano largo que has proyectado sobre la pantalla de nuestra fantasía: el rito de la luz, que inunda la habltación y las manos de tu padre, ya dormido, agarradas a las sábanas revueltas... Sobrecogedor.
Publicar un comentario