Reza un lustroso cartel que se haya colgado —como si de un condenado se tratase— de alguna pared oculta de la biblioteca de la editorial: "Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad...".
Debo confesar que me apasiona la idea de que unos Derechos sirvan de base a las doctrinas a seguir para todo ser humano. Por eso, este lustroso cartel está acompañado por otros que recuerdan diferentes artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que yacen junto a él, colgados igualmente por su parte superior.
No obstante, cada vez que —por azar o por distracción— me paro a leer alguno de esos carteles descubro en la miseria que vive el ser humano, ese curioso ser al que amparan los escasos 30 artículos promulgados por las Naciones Unidas.
Y es que han pasado más de 60 años desde que se redactaron, y muy poco se ha avanzado en apartados como la cultura, la libertad de expresión o la educación, especialmente en países o zonas —muchas de ellas en nuestro país— en los que no son una prioridad y menos aún un derecho.
Hoy, en un periodo de reflexión, me he parado a leer uno de ellos, quizá el que más me preocupa, se trata del artículo 27. Y este artículo, que promulga la vida cultural como un derecho, yace colgado de una pared oculta —como si de un reo se tratase—, queriendo olvidar que a menos de 2 metros descansan cientos de libros deseosos de ser liberados.
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