Vi ayer una película de interesante temática, interpretada por excelentes actores: “La Duda”, de John Patrick Shanley. No es una película sobre la pederastia clerical, tema fácil y recurrente hoy. Tampoco una crítica a actuaciones hipócritas de solapada y falsa moralidad eclesial. Es, sencillamente, una profunda patentización de la dimensión existencial y subjetiva del hombre. Es la distorsión a que somete nuestra vida el juicio del inefable “Gran Hermano Social”, que decide sobre vida y haciendas y nos sume en un relativismo subjetivo, distorsionante y manipulador de lo que somos.
La monja intransigente e inquisidora, superiora del colegio en la película, enfrenta a un sacerdote, según ella, sospechoso de abusos a menores. Le ataca sin piedad, aunque sólo desde su personal visión y juicio. Y todo, porque percibe que los aires nuevos de apertura y renovación que pretende introducir el sacerdote en el colegio que ella regenta, se oponen a su disciplina autoritaria y conservadora.
Esta certeza dogmática e indubitable, tan frecuente en el iluminado, es clave en la actuación de los inquisidores sociales de siempre: la certeza subjetiva es más valiosa y definitoria que la objetividad de los hechos. La monja (Meryl Streep) afirma al final del film como síntesis de su actuación: “En la persecución del mal, a veces uno se aleja un poco de Dios, aunque por ello se paga un precio…” Esta manipuladora y falsificada “ortodoxia” puede llegar a justificarlo todo, incluso cuando el nombre de Dios esta por medio. La verdad construida con prejuicios infundados es suficiente prueba “objetiva” para la certeza que necesitan los inquisidores dogmáticos e intransigentes. No existe otra verdad. Sólo la suya. Lo demás son sólo diferentes perspectivas que habrá que someter y supeditar a la visión que arroja el deformado ojo de ese “Gran Hermano Social”.
Pero es claro: la religiosa pagará un precio por su subjetiva actuación: dudar de su propia duda… Pero enfrentará esta situación con la tortuosa psicología del iluminado: ha salvaguardado las esencias de lo que sin duda alguna “debemos ser”.
La monja intransigente e inquisidora, superiora del colegio en la película, enfrenta a un sacerdote, según ella, sospechoso de abusos a menores. Le ataca sin piedad, aunque sólo desde su personal visión y juicio. Y todo, porque percibe que los aires nuevos de apertura y renovación que pretende introducir el sacerdote en el colegio que ella regenta, se oponen a su disciplina autoritaria y conservadora.
Esta certeza dogmática e indubitable, tan frecuente en el iluminado, es clave en la actuación de los inquisidores sociales de siempre: la certeza subjetiva es más valiosa y definitoria que la objetividad de los hechos. La monja (Meryl Streep) afirma al final del film como síntesis de su actuación: “En la persecución del mal, a veces uno se aleja un poco de Dios, aunque por ello se paga un precio…” Esta manipuladora y falsificada “ortodoxia” puede llegar a justificarlo todo, incluso cuando el nombre de Dios esta por medio. La verdad construida con prejuicios infundados es suficiente prueba “objetiva” para la certeza que necesitan los inquisidores dogmáticos e intransigentes. No existe otra verdad. Sólo la suya. Lo demás son sólo diferentes perspectivas que habrá que someter y supeditar a la visión que arroja el deformado ojo de ese “Gran Hermano Social”.
Pero es claro: la religiosa pagará un precio por su subjetiva actuación: dudar de su propia duda… Pero enfrentará esta situación con la tortuosa psicología del iluminado: ha salvaguardado las esencias de lo que sin duda alguna “debemos ser”.
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